Perspectivas Urbanas / Urban Perspectives

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Horacio Capel *
GRITOS AMARGOS SOBRE LA CIUDAD **


En el mundo cada vez más urbanizado en que vivimos se multiplican al mismo tiempo las advertencias sobre los riesgos de la ciudad y sobre las amenazas que las ciudades suponen para la vida social y el futuro de la humanidad.

Las críticas son de carácter muy diverso, y en ellas se mezclan, según los autores, rasgos muy variados. Parecería que se vive en las ciudades porque no hay otro remedio, y que si se pudiera se saldría de ellas sin vacilar. En las descripciones y valoraciones que se realizan aparecen repetidamente rasgos como los siguientes: las ciudades son ya demasiado grandes, congestionadas, contaminadas, ruidosas, peligrosas para la salud, con frecuencia sucias, malolientes y sombrías, desorganizadas, destructoras de la vida familiar, cada vez más llenas de inmigrantes no integrados procedentes de culturas diversas; son también el lugar por excelencia de la alienación, sometidas a los imperativos del modo de producción capitalista que corrompe las relaciones sociales y las conciencias. Las valoraciones tienen a veces otras connotaciones de tipo moral: las ciudades serían lugar del conflicto, de la subversión del orden tradicional, de la ambición, del lujo y el desorden, de la amoralidad. En ocasiones las descripciones destacan asimismo la importancia creciente de la pobreza en las ciudades, la existencia de grupos marginales, la segregación social, la separación cada vez mayor entre ricos y pobres, la aparición hoy de una «ciudad fragmentada».

Por si fuera poco, las valoraciones de la ciudad pueden llegar a expresarse en imágenes tremendas. Hay escritores que aluden en sus escritos a la ciudad como prisiones (la neoyorquina L. M Child, 1845, en Blumin, 1984), como ratoneras (Carlos Fuentes), como lugares de caos, como formas sociales parasitarias, malignas y cancerosas.

La percepción de la ciudad con esos rasgos negativos puede ir unida frecuentemente a una valoración positiva de los ambientes no urbanos, del espacio rural y, a veces, incluso de la vida campesina. En algunas regiones en las que han adquirido fuerza los sentimientos nacionalistas el campo puede aparecer como la reserva moral, de las tradiciones, de la pureza de la raza frente al mestizaje de la ciudad. Determinados partidos acaban por traducir todas esas valoraciones en la dinámica política, otorgando mayor peso electoral a los habitantes de las áreas rurales que a los de las áreas urbanas.

En esta conferencia trataré de mostrar primero, las raíces de esta visión negativa de la ciudad; pasaré luego a un examen de dichas valoraciones, sobre todo en relación con los cambios que ha experimentado la urbanización y el contenido de este concepto; y, finalmente, a un análisis de las mismas distinguiendo entre los problemas en las ciudades y los problemas de las ciudades.


La larga historia de la visión negativa de la ciudad

Seguramente es en la Biblia donde aparecen las primeras actitudes antiurbanas que han sido influyentes en el pensamiento occidental. En ella destaca sobre todo una ciudad, Jerusalén, ciudad santa por el templo, elegida por Dios como centro de la religión mosaica y cabeza del reino mesiánico. Ocasionalmente la ciudad aparece también como lugar de salvación, como ciudades de asilo en donde podía refugiarse el homicida que había matado a alguien sin querer, y «le sirvan de refugio contra el vengador de la sangre» (Josué 20, 1-9). Pero más frecuentemente la ciudad es lugar de vicio y de corrupción. Caín el primer asesino fue también el fundador de la primera ciudad, Enoch (Génesis, 4-17). Babilonia aparece repetidamente como sitio de soberbia y corrupción (Isaías 13, «Oráculo contra Babilonia), y como su maldad subía hasta el cielo mandó Yavé contra ella un espíritu exterminador (Jeremías 51 1-23). Finalmente la imagen de Sodoma y Gomorra ha quedado como la de la destrucción ejemplar de las ciudades viciosas y degradadas. Este sentimiento antiurbano tendría su eco en el pensamiento cristiano y aparece en numerosos padres de la iglesia y, luego, en eclesiásticos y moralistas de todas las épocas.

Aunque la tradición clásica era profundamente prourbana y en general la ciudad estaba asociada con la civilización (de civis), la justicia y el refinamiento, no deja de existir también una fuerte corriente antiurbana. En efecto, la concepción de la ciudad como fuente de corrupción, aparece ya en la época romana imperial entre todos aquellos moralistas que añoraban un pasado mitificado, el pasado republicano. Virgilio y Horacio muestran a veces en sus escritos el horror a la vida de la gran metrópoli imperial y ensalzan el retiro en el campo, al que idealizan como lugar bucólico. El mito del campesino rústico y bárbaro, pero digno, que se opone noblemente al romano corrompido y que vive en la abundancia aparece ya en Tácito y Quinto Curcio. Columela en su De agricultura (1,13-21) es uno de los más críticos de la vida de la ciudad, como lugar de excesos, de vicios que corrompen a los hombres. Frente a ella, la vida del campo comparte los dones naturales que los dioses han dado a los hombres. Lo mismo en otros tratadistas de la agricultura, como Varrón (11,3), que se dejan llevar desde la alabanza del campo a la crítica de la ciudad. Y no digamos entre algunos poetas, entre los que es suficientemente conocido Horacio, precedente de los menosprecios de corte y alabanzas de aldea, tan difundidas posteriormente.

Durante el Renacimiento el sentimiento antiurbano se apoya esencialmente en tres pilares cuyas raíces clásicas son evidentes: en la valoración bucólica de la Arcadia ideal y la vuelta a la naturaleza; en el menosprecio de la Corte y la alabanza de la aldea; y en el mito del buen salvaje.

Un tema típico del Renacimiento es la vuelta a la naturaleza. El lenguaje ha de ser natural y no afectado (Nebrija, Cervantes). Y los ambientes bucólicos llenan la literatura de la época, especialmente en la novela pastoril (Sannazaro: La Arcadia, 1549; Gaspar Gil Polo: Diana enamorada, 1564; Jorge de Montemayor: Diana, 1593; Cervantes: La Calatea, e incluso irónicamente en el Quijote) y en la poesía, como muestran los ejemplos de Garcilaso, o de Gil Polo, entre otros muchos. La actitud de evasión bucólica se entrelaza con la búsqueda de un pasado idílico, y provoca un renovado interés por el mito de la Edad de Oro, a la vez que es alimentada por el mismo.

Paralelamente se difunde también una literatura moralizante que exalta el campo y la aldea frente a la ciudad. Especial significado tiene en ese sentido la figura de Fray Antonio de Guevara (1480-1545) con su influyente Menosprecio de Corte y alabanza de aldea, 1539. En esta obra y en los Coloquios satíricos, de Antonio de Torquemada, de influencia erasmista, aparece claramente la superioridad de la vida bucólica sobre la urbe: «cuanto las cosas están más cerca y allegadas a lo que manda y quiere la naturaleza, tanto más se podría decir que tienen mayor bondad y que son más perfectas». Lo natural en el hombre es la razón, y «es privilegio de aldea que cada uno viva conforme a razón y no según opinión».

Todo ello aparece en Fray Luis de León, en su exaltación de la vida retirada como «secreto seguro, deleitoso» y en el rechazo de la vida urbana, según el modelo del Beatus ille horaciano:

Dichoso el que de pleitos alejado
cual los del tiempo antiguo
labra sus heredades no obligado
al logrero enemigo.
Al rechazo de la ciudad se une también en el Renacimiento y el siglo XVII la crítica de las intrigas cortesanas. Una conocida formulación es la que aparece en la Epístola moral a Fabio, de Andrés Fernández de Andrade, en estrofas de fuerte acento moral que suponen una condenación de la Corte y de la ciudad:

Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más astuto nacen canas.
Y el que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido
ni subir al honor que pretendiere.
Finalmente, el mito del buen salvaje supone una idealización de los pueblos primitivos, como estado de naturaleza frente al de civilización, y un rechazo de la ciudad. El mito tiene un origen español, relacionado con el descubrimiento de América. Aparece ya en las cartas del mismo Colón y en los relatos recogidos por Pedro Mártir de Anglería donde los indios de Cuba se describen desnudos pero dignos, en Vives, en Fray Antonio de Guevara que en su Marco Aurelio presenta un campesino del Danubio, de aspecto salvaje, pero digno y sabio. En esa obra el campesino representa al pueblo germánico, rústico y bárbaro pero lleno de virtudes de sencillez, pobre pero contento con su destino, en contraposición al pueblo romano civilizado pero corrompido por las facilidades y la abundancia de la civilización. Todo ello culmina en la obra de Fray Bartolomé de las Casas. Brevísima recopilación de la destrucción de las Indias, 1552 y sobre todo en la Apologética Historia Sumaria. Y alcanzará su máximo desarrollo durante la Ilustración en la obra de Rousseau (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 1754) y en otros ilustrados que utilizan el mito para contraponer la vida primitiva frente al mundo de la falsedad y engaño, mundo artificial de la civilización, así como para defender la igualdad absoluta entre los hombres.

La Ilustración tuvo una actitud ambigua frente a la ciudad. En general, existe un sentimiento de valoración positiva de lo urbano ya que para muchos la vida sólo es posible en este medio. En Francia, por ejemplo, Voltaire elogia París en Le Mondain, aunque en sus artículos de la Encyclopédie no dejó de aludir a deficiencias que deberían ser mejoradas en la capital. Pero al mismo tiempo los fisiócratas, en su valoración del campo y de la agricultura como fuente esencial de riqueza, muestran igualmente un despego e incluso hostilidad hacia la ciudad, el lugar del comercio y del lujo que ellos fustigaban a la vez que exaltaban la «vuelta al campo».

En todo caso, según avanza el setecientos se observa en algunos autores un cierto desencanto de la ciudad y el crecimiento de los sentimientos antiurbanos. Por un lado, y para unos, la ciudad se seculariza y se va apartando de Dios, convirtiéndose en un fenómeno puramente económico y mundano. Para otros, la valoración del buen salvaje conduce a una crítica de la vida civilizada, es decir de la vida urbana, tal como hace el mismo Rousseau cuando critica París en La Nouvelle Héloise.

Ese mismo sentimiento antiurbano aparece igualmente en numerosos escritores británicos, que anticipan algo que se desarrollará con gran fuerza en el XIX. Londres es percibido a la vez como un paraíso urbano y como una ciudad corrompida y en declive. William Blake alude a Londres como una Babilonia «construida en un baldío y fundada sobre la desolación humana». Pero el sentimiento es ambiguo porque al mismo tiempo hay una gran admiración por Grecia y Roma, por su arquitectura, lo que supone admiración por la ciudad y la aplicación de modelos clásicos, y ello hasta el extremo de que Edinburgo se construye de forma clara a finales del XVIII como la Atenas del Norte.

En todo caso, aquellas actitudes van preparando el movimiento romántico que en Gran Bretaña y EEUU es frecuentemente antiurbano. El Romanticismo significa el triunfo del sentimiento, de la sensibilidad ante la naturaleza, de la naturaleza en libertad, de las ciudades desaparecidas y lejanas, de lo exótico. Hay también a veces una depreciación de la razón, de lo artificial, que conduce fácilmente a la desvaloración de la ciudad, frente a una estimación del campo y de lo natural, ligada asimismo a la búsqueda de lo primigenio y de los orígenes.

La influencia de Rousseau y las comentes románticas conduce a algunos escritores a atacar la ciudad por estar lejos de lo natural, por artificial, por supercivilizada. En Gran Bretaña, el crecimiento de Londres y de otras ciudades afectadas por el desarrollo de la industria se convirtió en un tema dominante. Moralistas y añorantes del antiguo orden aumentaron sus críticas contra las ciudades como fuentes de corrupción moral, codicia, irreligiosidad, y otras lacras, que hacen desaparecer la antigua vida comunitaria. Bruce I. Coleman (1973) ha reunido un impresionante conjunto de textos bien expresivos de ese descontento. Por ejemplo del poeta William Wordsworth, que alude a los peligros de la ciudad, incluso los peligros de desórdenes populares, y a los tiempos cuando la mitad de la ciudad estallará llena de pasión, venganza, ira o temor.

O del escritor Robert Southey, que en diversas publicaciones realizadas entre 1807 y 1833 mostró repetidamente su descontento y desconfianza hacia las ciudades industriales en las que la maldad avanzaba junto con la prosperidad económica; frente a ello solo la iglesia y la instrucción religiosa podían estabilizar la sociedad. Esa visión pesimista era compartida por personalidades de tendencia conservadora (o tory), entre ellos literatos que en diversas novelas presentaron la imagen negativa de la ciudad industrial, con sus barrios pobres y miserables.

Naturalmente, no faltaron los defensores de las ciudades, que destacaban el desarrollo del comercio y de la industria como factores de riqueza y prosperidad. En general los whig eran más optimistas, y valoraban que Inglaterra era el país más industrial y comercial de Europa y, por ello mismo, el más urbano y el más rico.

En Estados Unidos durante el Romanticismo se elabora o se refuerza, como ya hemos apuntado, la poderosa tradición antiurbana que caracterizará gran parte del pensamiento norteamericano, en algunos casos desde el mismo momento de la colonización —por el carácter de colonización agrícola que tuvieron muchas de las primeras comunidades de los padres fundadores—. Ello influiría luego en gran número de intelectuales norteamericanos, no solo entre los que habitaban en ambientes rurales y estaban ligados a intereses agrarios, sino también entre otros que vivían en la ciudad; y en ellos a veces con un sentimiento ambiguo, a la vez de aversión a los males de la ciudad y de admiración y atracción hacia lo que ésta representa de cultura, democracia y progreso. Esa influencia romántica que alimentaría la tendencia antiurbana conducía a repudiar la artificialidad de la técnica, lo que pronto pudo enlazar con la crítica a los horrores de la industrialización y al crecimiento urbano. Ese sentimiento romántico de rechazo a la ciudad se percibe de una y otra forma en autores muy diversos como Poe, Hawthorne o Melville.

El período central del siglo supone un cierto cambio respecto a la valoración de la ciudad. En Gran Bretaña es un momento de crecimiento económico espectacular en el que la industria británica domina el mundo, las ciudades crecen y pasan a ser aceptadas como inevitables. Hay una exaltación de la vida urbana y de su dinamismo. Pero moralistas, literatos y artistas siguen a veces criticando la vida en las ciudades, en particular el sufrimiento humano de los pobres y las condiciones sanitarias de los barrios populares. Es el caso de Dickens, contrario a la ciudad industrial, aunque reconozca asimismo el carácter inevitable del crecimiento de Londres y los cambios positivos de la industrialización y los ferrocarriles. Su descripción de Coketown (La Ciudad Carbón) se convirtió en un clásico sobre las condiciones de vida, y permitiría luego a Lewis Mumford basar sobre ella su tesis de la degradación de las condiciones de vida urbana durante la Revolución industrial. Gracias a críticas como esas y a las de moralistas y reformadores se iniciaron mejoras de las condiciones sociales y sanitarias de las ciudades.

Algo semejante ocurría en otros países. También en Estados Unidos, a pesar del fuerte crecimiento urbano, se criticó en esos años centrales la forma como la ciudad se estaba organizando en relación con las modalidades de la industrialización. En este caso, se podía criticar a la ciudad por no organizarse de acuerdo con los principios de civilización y de cultura.

En España es también en estos años cuando se empiezan a oír las voces de higienistas como crítica a la nueva ciudad, que se mezclan con las de los escritores románticos tardíos; como Gustavo Adolfo Becquer en el que encontramos por aquellos años centrales del siglo todos los rasgos típicos de este movimiento.

Una y otra vez hacia mediados del siglo y luego en sus Cartas desde mi celda (1864) evoca y contrapone Becquer «la melancólica belleza» de los campos y valles, la exaltación del pueblo y de la pequeña ciudad, con sus calles estrechas y tortuosas, al bullicio de la ciudad. Aunque no era un retrógrado y manifestó en varias ocasiones su «fe en el porvenir» y su complacencia por asistir «a esa inmensa e irresistible invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la Humanidad» tuvo generalmente una visión muy negativa de Madrid y de la gran ciudad. Se duele sobre todo de que «el rasero de la civilización» fuera igualándolo todo: «un irresistible y misterioso impulso tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas»; también lamenta que desaparezcan los rasgos característicos del país, «sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas», y que «a la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra».

En repetidas ocasiones, y especialmente desde su celda de Veruela, recuerda el Madrid lejano y reniega de «la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos». De ese Madrid evoca en la lejanía de Veruela tanto su animación y bullicio como sus «inmensas desigualdades sociales». O describe la «larga fila de gentes que se enrosca entre los raquíticos árboles del paseo, llamado, irónicamente sin duda, de las Delicias». Y otras veces contemplándolo desde su habitación lo percibe como el «Madrid, sucio, negro, feo como un esqueleto descamado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve. Mis miembros estaban ya ateridos; pero entonces tuve frío hasta en el alma».

Pero la crítica de Madrid no es en aquellos años solamente patrimonio de los escritores románticos. Se realiza en la década de 1840 también por autores interesados en las ciencias de la sociedad y dedicados a la actividad política. Como Femando Garrido, ese autor, que luego daría pruebas de su voluntad reformista o revolucionaria, y que escribió en 1847 un poema a imitación de la Epístola moral a Fabio en el que describe las miserias de la capital.

«En mal hora pretendes, Fabio amigo,
que la semblanza de Madrid escriba,
do me arrojara el cielo por castigo (...)
¿Buscas en ella alguna cosa grande?,
¿piensas tal vez, que en la soberbia villa,
un cristiano hallarás que recto ande? (...)
Vente a Madrid a echarte de rodillas
ante cacos, camuesos y cigarras
que se arrellanan en doradas sillas (...)
Detestas cual detesto la impostura
de un siglo mercader, que compra y vende
la lealtad, el honor y la hermosura (...)
El es trasunto vivo de la muerte,
de la más pura vida se alimenta,
y en lodo y podredumbre la convierte (...)
La impunidad se alcanza con doblones,
como en Roma, en Madrid ¿qué no se vende?
dineros faltarán, no tentaciones (...)
Son aquí las pasiones, codiciosas
de triunfos, de poder, de vanidades
y solo por las sendas espantosas
De crímenes, traiciones y maldades,
es dado a los espíritus ardientes
sus deseos trocar en realidades (...)
Basta, ya basta Fabio: si cumplida
fuera la descripción y la pintura
de esta del crimen infernal guarida (...)
¿Volverá la esperanza que perdimos?
¿Otras generaciones más potentes
destruirán la zahúrda en que vivimos?
¿Estos males horribles y crecientes
son a la asociación indispensables?
¿al progreso social son inherentes? (...)
No abandones tu choza ni tu sierra,
tu amor ni tu ganado, porque en ellos,
si no la dicha, la quietud se encierra.
Tras varias décadas de desarrollo económico acelerado en la mayor parte de los países europeos, desde 1880 se deja sentir una situación de crisis en varios de ellos, y desaparece el optimismo de la época anterior. Se incrementan los problemas urbanos, debido a la coyuntura de crisis y al desempleo. Lo cual favorece la difusión de ideas socialistas y la «subversión». Se insiste en la polarización y separación creciente de ricos y pobres, especialmente en las grandes ciudades y, en primer lugar, en Londres. Todo ello coincide con el movimiento neorromántico, que vuelve a expresar sentimientos de nostalgia por la vida rural.

En lo que se refiere a Gran Bretaña, se ha señalado que a partir de 1880 la alarma ante el crecimiento urbano y el pesimismo crecen de nuevo. Los testimonios reunidos por Coleman son otra vez impresionantes. Por ejemplo la obra de A. Mears The Bitter Cry of Outcast London. An inquiry into the Condition ofthe Abject Poor, 1883, un «grito amargo» que, a decir de Coleman, tuvo un gran impacto y difusión:

«Mientras estábamos construyendo nuestras iglesias, consolándonos con nuestra religión y soñando que el milenio llegaba, el pobre se ha empobrecido, el desventurado se ha vuelto más miserable, y el inmoral más corrupto; cada día se ha ido ensanchando el abismo que separa de la iglesia a las clases más bajas de nuestra comunidad (...) esa terrible inundación de pecado y miseria está ganándonos (...) el incesto es común y no hay forma de vicio que cause sorpresa o atraiga la atención (...) Las zonas bajas de Londres son el vertedero que atrae a la peor calaña del país. Los patios están llenas de ladrones, prostitutas y convictos». La misma visión terrorífica dibuja el novelista Georg Gissing y aparece en Ruskin, que contemporáneamente criticó también la ciudad físicamente repulsiva, y estéril desde el punto de vista cultural; o aparece en las obras de William Morris especialmente Newsfrom Nowhere, publicado en 1890, donde frente a la gran ciudad de los tugurios «esos burdeles de tortura donde se criaban y educaban hombres y mujeres» propone una utopía ruralis-ta y que tendría un gran impacto en las ideas urbanísticas. O el novelista Herbert George Wells, influido por los fabianos, que en los últimos años del siglo criticó también el desarrollo del capitalismo y la polarización creciente entre ricos y pobres. Un panorama que correspondía en buena parte, a la realidad, como los testimonios contemporáneos muestran suficientemente: por algo las descripciones de las grandes ciudades europeas y norteamericanas han permitido aludir a ellas como «la ciudad de la noche espantosa».

En Alemania, la potencia ascendente en Europa a finales del siglo XIX, las actitudes antiurbanas tuvieron también, paradójicamente, una gran difusión. Aunque se trata de una corriente que no es ni mucho menos homogénea. Esa corriente antiurbanista está representada sobre todo por algunas obras (como la Riehl), que reflejan desde una óptica conservadora el miedo creciente de la burguesía alemana tras la revolución de 1848. Las críticas en las dos últimas décadas se refieren, según ha mostrado Andrew Lees (1979) a cuatro aspectos fundamentales: los demográficos y en particular la pérdida de la fertilidad urbana, que afecta a la disminución de la potencia del ejército y a la vitalidad de la raza germánica; desde el punto de vista social, la ciudad supone disminución del control de los individuos, lo que provoca la descomposición social, la pérdida de los valores morales y la inestabiliad social; desde el punto de vista cultural se lamentaba la difusión de modelos extranjeros; desde el punto de vista político, la desintegración social en las ciudades generaba subversión, alteraciones del orden y conflictos.

De manera semejante en España el sentimiento antiurbano se muestra abiertamente a finales del siglo, un período también de cambios económicos y políticos en el país. Un autor bien significativo de ello puede ser José María Pereda. En 1871 Pereda realizó un viaje electoral por la provincia de Santander y visitó el valle de Cabuérniga, subiendo luego hasta la aldea de Tudanca donde conoció a don Francisco de la Cuesta, el hidalgo que centraba un tipo de sociedad basada en una relación de carácter patriarcal con los habitantes del pueblo, que reconocían espontáneamente su autoridad. Este modelo de convivencia impresionó a Pereda, que encontró allí el ideal de una Arcadia que plasmaría luego en tres novelas: Los hombres de pro, Don Gonzalo y, sobre todo, Peñas arriba (la ed. 1895). En ésta última el médico de Tablanca defiende un punto de vista que es el de Pereda, y que resulta profundamente antiurbano. Según él, los tiempos que corrían no eran peores que los antiguos en cantidad, pero si en calidad. Según creía,

«la maldad de ahora alcanzaba mayor hondura que las de antes en el cuerpo social: le había invadido el corazón y la cabeza (...) y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo. Le corroía la gangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por la ciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa... por donde más caudal representa el torrente circulatorio de las insaciables ambiciones del hombre culto. Pero, por misericordia de Dios, le quedaban sanas todavía las extremidades, algunas de ellas por lo menos, y sólo con la sangre rica de estos miembros podía, con mucho tiempo y gran paciencia, purificarse y reconstituirse la parte corrompida de los centros. -Pues estos miembros sanos -añadió el médico con viril entereza-, son las aldehuelas montaraces como ésta. Y digo montaraces, porque si vamos a meter el escalpelo en las más despejadas de horizontes y más abiertas al comercio de las ideas y al tufillo de la industria, sabe Dios lo que hallaríamos en sus fibras».
Algo parecido ocurre en Estados Unidos, donde la rápida expansión urbana y la fuerte inmigración conduce a graves problemas sociales, que se prolongan durante la primera década del XX, y que constituirían el campo de observación privilegiado de los sociólogos de la escuela de Chicago.

En ese contexto se desarrollará también en el campo de la arquitectura y del planeamiento una fuerte corriente antiurbana a un lado y otro del Atlántico. Como es sabido, de alguna manera las ideas de ciudad jardín de Howard pueden verse como el intento de superar la contraposición ciudad-campo que había sido una constante en el pensamiento del XIX. En Estados Unidos la figura de Frank Lloyd Wrhight y de otros defensores de las corrientes organicistas y de la no ciudad serían exponentes de ello. Surgió asimismo una crítica reformista a la ciudad norteamericana de la que son reflejo la obra de Frederick C. Howe The modern city and its problems, en la que sin dejar de apreciar la decisiva contribución de las metrópolis al desarrollo de la ciencia y de las artes, se reconocen asimismo la gran cantidad de problemas que al mismo tiempo se daban en ellas: falta de sociabilidad, carencia de higiene, vicio, delitos. Otra vez, serían los sociólogos de Chicago los que convertirían todos esos temas en el motivo esencial de su investigación social, tratando de mostrar la relación entre los diferentes rasgos de la situación en las ciudades y de la «cultura urbana» con las" condiciones ecológicas propias de la ciudad: dimensión, densidad y heterogeneidad social.

Ese ambiente también influiría en la obra de Lewis Mumford, que en sus diferentes publicaciones ha realizado siempre una acerada crítica a la ciudad industrial, insistiendo en las dificultades que esas mismas características ecológicas suponen para la convivencia y la cohesión social de sus habitantes, por lo que las ciudades serían lugares donde surgirían el vicio, el delito y numerosos comportamientos «asociales y sociales». Como es sabido sus críticas y su afirmación de la necesidad y de las posibilidades de reforma influyeron en la evolución del urbanismo a través de la Regional Planning Association of America.

El movimiento antiurbano que podemos denominar como escapista y reaccionario sería utilizado ampliamente por los conservadores en las tres primeras décadas del siglo cuando la propaganda comunista y socialista se difunda entre los grupos populares y aumente la subversión, que era especialmente intensa en las ciudades. Esa misma orientación antiurbana se refleja en la actitud pesimista que acerca no ya solo de la ciudad sino de la misma civilización moderna y urbana tiene el filósofo Oswald Spengler en su obra Der Untergang des Abenlandes (La decadencia de Occidente), publicada en 1922. En el último estadio de una gran cultura la ciudad se convierte en una megalópolis patológica, artificial, inorgánica y cosmopolita, y con ella nace la «masa», un término que tanto éxito tendría en los años 1930 y sobre el que reflexionó Ortega y Gasset sin poder eludir tampoco las influencias de su tiempo. Para Spengler el nacimiento de esas grandes ciudades implica su muerte, por su enorme crecimiento y por sus contrastes de pobreza y riqueza, por su artifíciosidad y su taedium vitae y por la creciente esterilidad del hombre megalopolita. Según él, las grandes urbes acaban siempre por transformar a los hombres convirtiéndolos en sus víctimas. La metrópolis absorbería al país y lo dejaría seco, vacío y estéril. La ciudad megalopolitana del siglo XX tiene una inclinación a la muerte, como les ocurrió también a las del pasado: «Nuestras ciudades gigantescas y los rascacielos serán un montón de ruinas como la vieja Menfis y Babilonia. En la historia de las técnicas mecánicas de la gran urbe van impulsadas hacia una inevitable muerte. Serán corroídas desde dentro como las grandes formas de cualquier cultura. Cuándo y de qué manera, es lo que nosotros no sabemos».

Es cierto que en los mismos años 1920 el movimiento futurista proclamó su entusiasmo ante la técnica y todos los productos de la cultura urbana. Pero no habría de pasar mucho tiempo para que la crisis de los años 1930 hiciera surgir la burla del movimiento dadaísta ante esos mismos productos y que las metrópolis antes ensalzadas repelan a poetas como el García Lorca que visita Nueva York o al Miguel Hernández que recorre Madrid y no puede dejar de cantar otra vez «el silbo de afirmación en la aldea».

Resumiendo las valoraciones negativas que se hacen de la ciudad en el siglo XIX y primeras décadas del XX podríamos destacar una serie de puntos fundamentales.

En primer lugar, los aspectos demográficos. Durante el siglo XIX y luego durante la primera mitad del XX cuando se comparaban la demografía de las áreas urbanas y rurales muchos pusieron énfasis en la disminución en la fertilidad en las ciudades, lo que implicaba la imposibilidad de las poblaciones urbanas para reproducirse a sí mismas, y la necesidad inevitable de la inmigración desde las áreas rurales, que por ello se van desvitalizando. La ciudad se convierte así en la imagen de algunos escritores en «devoradora de hombres», y en especial de «hombres del campo». En el ambiente de la segunda mitad del XIX, cuando se constituyen las nacionalidades y se organizan los ejércitos nacionales, eso podía percibirse como un gran peligro, ya que, como proclamaron algunos autores alemanes podía generar problemas de reclutamiento y afectar a la fuerza del ejército.

En general la idea de que los habitantes del campo tenían mejor salud que los de la ciudad es repetida ampliamente durante el siglo XIX. Había razones para ello, y es que las epidemias se cebaron una y otra vez en las ciudades, propagadas por la concentración, el hacinamiento y la pobreza. Pero a veces parece haber algo más, una especie de fuerza vital campesina que se perdería en la ciudad. Los testimonios en ese sentido son innumerables. Nos limitaremos a dos de carácter muy diferente. Uno británico, relacionado con las discusiones de la reforma urbana a principios del siglo XX, con la participación de un grupo de liberales que intentaban aproximarse a los problemas de las metrópolis. Para ellos los habitantes de las grandes ciudades eran débiles, de salud endeble, poco desarrollados, pero también poco resistentes y excitables; su vida era vacía y monótona, además de uniforme, y carente de ideales. Otro español, procedente de una topografía médica. En ella el médico que la realizó informa de que «la vida del campo se ha considerado con sobrada justicia mucho más saludable que la de las ciudades, sobre todo aquellas de primer orden en las cuales pululan infinidad de habitantes», de que hay numerosas enfermedades que se dan en la ciudad y no en el campo, de que los niños abundan más en éste «a la par que van animados de un grado más elevado de robustez» y es visible «el gran contraste que existe entre el neurosismo, la molicie y muy diferentes vicios del morador de las grandes avenidas o barriadas y la cachaza y resignación del que vive agrícolamente dedicado a sus pesadas faenas».

Al mismo tiempo, la desvitalización del campo podía tener consecuencias culturales graves ya que en él radicarían esencialmente los rasgos esenciales del carácter nacional, reflejado en las costumbres y en las tradiciones de todo tipo, incluso arquitectónicas.

En relación con todo ello se planteaban también los problemas de la inmigración, que cuando era excesiva podía tener graves consecuencias sociales en las ciudades. Los sociólogos de la escuela de Chicago reflexionaron ampliamente sobre el tema y Burgess, en su conocido e influyente proyecto de investigación sobre la ciudad, consideraba importante investigar las tasas óptimas de inmigración y la reorganización de las conductas de los llegados para adaptarse al nuevo ambiente y al mercado laboral.

El crecimiento de las ciudades suponía también el peligro de descomposición social y pérdida de valores morales, así como la disminución del control de los individuos. Factores de cohesión y control que actúan ampliamente en las comunidades rurales -tales como la familia, la religión, los vecinos- lo hacen más débilmente en las ciudades. La vida urbana se caracterizaría por rasgos negativos como el egoísmo, la competitividad, la hipocresía, el materialismo, la confusión y la mezcla de ideas. En la obra de Georg Simmel la reflexión sobre Die Crostddte und das Geistieben (Las grandes ciudades y la vida del espíritu, 1903) le conduce a destacar la influencia que la economía basada en el dinero tiene sobre las facultades intelectuales, concluyendo que en las grandes ciudades no sólo la vida «es más intelectual», sino que el ritmo intenso y «la intensificación de la vida nerviosa» dan lugar al hombre hastiado, a una actitud de reserva ante los conciudadanos y a la atrofia de la cultura individual, como consecuencia de la hipertrofia de la cultura objetiva.

En la obra de otros autores los rasgos destacados como características sociales de la ciudad son diferentes: el aumento del suicidio, el alcoholismo, la prostitución, las enfermedades sexuales, el aborto y los hijos ilegítimos, el aumento de la violencia y de los delitos. Encontramos también la ciudad como lugar del anonimato y de la soledad. Todo lo cual era percibido como muy peligroso en sí mismo y porque podría tener consecuencias políticas, aumentando la inestabilidad social y del sistema, en general. Algunos, negando toda evidencia llegarían a sostener que el vacío intelectual provocaría una incapacidad creadora de los habitantes de la ciudad, y que la creación y la cultura se dan esencialmente en el campo ya que los que se trasladaban a la ciudad lo hacían esencialmente por razones de prestigio y de dinero.

Finalmente, ya lo hemos visto, también podían destacarse los aspectos políticos de todo ello. La desintegración social podría dar lugar a conflictos y alteraciones del orden público. Los grupos populares serían presa de la propaganda subversiva, con el peligro de que tras triunfar en las ciudades extenderían su poder a todo el país, como efectivamente pareció que iba a ocurrir en los años posteriores a la primera guerra mundial, cuando triunfó la revolución comunista en Rusia y se instauraron ayuntamientos socialistas en algunas grandes ciudades alemanas.


Antiurbanismo como reformismo

Desde luego, como fácilmente se comprende por lo que venimos diciendo, el antiurbanismo puede responder a posiciones muy diversas. Sobre todo, es preciso distinguir las críticas que se efectúan a la ciudad desde una posición de rechazo esencial de la ciudad y del mismo fenómeno urbano, de otras más matizadas. En general los que realizan las más radicales son gentes de talante romántico y con tendencia a huir de la realidad, personas en general conservadoras, eclesiásticos, y algunos intelectuales y científicos sociales. A partir del siglo XIX cada vez más la oposición a la ciudad se va convirtiendo en una oposición a la gran ciudad, a la ciudad metropolitana, en la que se concentran todos los aspectos negativos de la urbanización. La solución a los problemas sociales pasaría para ellos por detener el desarrollo urbano —cuando no acabar con él, en los más radicales— y favorecer el tipo de relaciones sociales tradicionales, típicas de la sociedad rural, donde el conocimiento mutuo, la solidaridad, el control social serían sólidos sostenes de la cohesión.

Otras críticas más matizadas son las que proceden de gentes que aceptan la vida urbana como deseable o como inevitable pero cuestionan ciertos defectos, insuficiencias o vicios en su desarrollo. Se trata de reformistas generalmente médicos, reformadores sociales, arquitectos, urbanistas y otros que quieren mejorar la ciudad. Para ellos las soluciones a los problemas urbanos pasan por la reforma técnica, política o administrativa y con la puesta en marcha de amplias transformaciones urbanas. Podemos mostrar dos casos.

Un buen ejemplo de reformista que realiza críticas a la ciudad es Ildefonso Cerdá, y puede servir para ilustrar esa posición.

En algunos textos de Cerdá existe un claro cuestionamiento de la ciudad del siglo XIX y sus descripciones de la gran ciudad industrial del XIX están llenas de críticas claras y decididas. El mismo afirma que tuvo que descender a los «abismos horrorosos» de la sociedad urbana industrial, donde ni la misma caridad había penetrado nunca, y reunió datos que los mostraban. Conocía muy bien la deficiente situación sanitaria de las grandes ciudades, y se opuso vehementemente a los males de la urbanización, elaborando una teoría general de la ciudad que servía de base a la construcción de ensanches adaptados a las necesidades de la nueva civilización industrial y a las necesidades de reforma social y urbana. Pero siempre pensó positivamente en la urbanización, e incluso la concentración, que tantos males producía en las grandes ciudades industriales y a la que trataba de poner remedio, le parecía tener consecuencias profundamente positivas:

«Es verdad que la conglomeración comprimida y condensada de las viviendas, exagerada hasta el último extremo en nuestros días, está produciendo en las sociedades modernas efectos diametralmente opuestos a los que produjeron los primeros apiñamientos (...) Mas esto quiere decir únicamente, que de todo puede abusarse, y que el abuso es siempre perjudicial y nocivo (...) Ha habido circunstancias en que esa condensación ha sido una necesidad de la época, y ha salvado grandes intereses de la humanidad, que en medio de una urbanización desparramada hubieran indefectiblemente perecido».
Otro ejemplo algo diferente puede ser Lewis Mumford, uno de los intelectuales que han tenido notable influencia sobre el desarrollo del pensamiento urbanístico, y al que ya me he referido. Un siglo más tarde de que escribiera Cerdá, uno de los intelectuales que más han reflexionado e influido sobre el pensamiento urbano durante nuestro siglo mantenía la misma dualidad de juicio sobre la ciudad. Si por un lado la ciudad es «el lugar donde los rayos luminosos pero divergentes de la vida se unen formando un haz más eficiente y más rico en su significado social», «la forma y el símbolo de una relación social integrada», el lugar donde los beneficios de la civilización se hacen múltiples y variados, donde «la experiencia humana se transforma en signos visibles, símbolos, normas de conducta y sistemas de orden»; por otro, al mismo tiempo es también, con su crecimiento monstruoso, una construcción que parece repetir los destinos de Roma:

«Tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista del urbanismo Roma perdura como una significativa lección de lo que hay que evitar (...) Siempre que las muchedumbres se reúnen en masas asfixiantes, siempre que los alquileres se elevan empinadamente y que empeoran las condiciones de la vivienda, siempre que una explotación unilateral de territorios distantes elimina la presión para lograr equilibrio y armonía en lo que se tiene más a mano, siempre que ocurren esos fenómenos, los precedentes de la construcción romana resurgen casi automáticamente, justo como en la actualidad podemos verlo: el circo, las altas casas de inquilinato, las competencias y exhibiciones de masas, los campeonatos de fútbol, los concursos internacionales de belleza, el strip-tease que se ha vuelto ubicuo a través de la publicidad, la excitación constante de los sentidos a través de sexo, el alcohol y la violencia: todo eso con fidelidad al estilo romano»
Cuando eso ocurre el destino parece claro, y en las palabras de Mumford podemos volver a escuchar los mismos tonos sombríos y amenazantes de la obra de Spengler:

«Así también la multiplicación de los cuartos de baño y el gasto excesivo en amplias autopistas; y por sobre todo, la concentración colectiva en hechos efímeros de toda índole ejecutados con una suprema audacia técnica. Estos son los síntomas del fin: exaltaciones del poder desmoralizado, reducciones de la vida. Cuando estas señales se multiplican, la Necrópolis está próxima, por más que todavía no haya rodado ni una sola piedra. Porque el bárbaro ya ha capturado la ciudad desde adentro. ¡Ven, verdugo! ¡Venid, buitres!».

La crítica a la ciudad y la dicotomía rural-urbano

Los ecos de la larga tradición de desvalorización y crítica de la ciudad se pueden encontrar seguramente en las que hoy se realizan. Es frecuente encontrar ideas semejantes expresadas con unas palabras distintas, especialmente en escritores y en muchos ciudadanos agobiados por la vida cotidiana de la ciudad.

¿Están justificadas todas esas valoraciones pesimistas, todos esos amargos gritos sobre la ciudad?

No seré yo quien niegue los graves problemas de las ciudades del pasado y del presente. Pero quizás podamos avanzar en el conocimiento de esos problemas examinando, por un lado, la validez de la contraposición urbano-rural que está implícita en muchas descalificaciones y distinguiendo, por otro, el carácter de dichas críticas, para ver si se trata de una desvalorización de carácter moral, social, económica o morfológica.

En efecto, toda esa larga tradición descalificadora de la ciudad da por supuesta la contraposición entre ésta y lo no urbano, es decir el campo. Pero esa dicotomía, que fue válida hasta nuestro siglo, y convertida en una cuestión teórica en el XIX, está dejando de tener validez como resultado de las transformaciones producidas por la primera y segunda Revolución industrial.

Ante todo, ha cambiado y está cambiando el campo, los espacios rurales, pero sobre todo la población campesina. Desde luego no hay en la actualidad un solo «campo», ya que debemos distinguir entre países que todavía mantienen fuertes cifras de población campesina y otros donde ésta se ha reducido al mínimo. En éstos, en los países industrializados, casi podría afirmarse que prácticamente la antigua dicotomía entre campo y ciudad ha desparecido ya que la mayor parte de los rasgos que caracterizaban lo que los sociólogos denominaron la «cultura urbana», es decir las pautas de comportamientos y los sistemas de valores de los ciudadanos, se han extendido hoy plenamente a las áreas rurales.

Los estudios sobre ello son concluyentes. En los países europeos la población activa agraria representa cifras en torno al 8 o 9 por ciento de la total, y los patrones de comportamiento son similares a los urbanos. Después de más de un siglo de retroceso demográfico las áreas rurales han empezado a crecer de nuevo absorbidas por la expansión de la ciudad dispersa, por los movimientos de «contraurbanización», y en realidad están siendo crecientemente habitadas por gentes del medio urbano que dejan a la población propiamente campesina en minoría. Pero, más aún, la agricultura se ha convertido en una actividad empresarial con fuertes aportaciones de capital y técnica y los campesinos están sometidos a los mismos medios de comunicación de masas que los ciudadanos y tienen pautas demográficas, actitudes, valores y comportamientos muy similares a los de los habitantes de la ciudad. La fecundidad, la estructura de edades, la alfabetización, las prácticas religiosas hacen difícil si no imposible diferenciar hoy en Europa una sociedad rural de una urbana.

En lo que se refiere a la ciudad, conviene también clarificar de qué ciudad hablamos. Es posible que el término resulte demasiado comprensivo y que sea preciso distinguir dentro de lo urbano diferencias esenciales entre las pequeñas y medias ciudades, por un lado, y las grandes metrópolis, por otro. Ya hace tiempo y con referencia a los diversos tipos de núcleos urbanos existentes algún geógrafo sugirió que «al cambiar de escala se cambia de naturaleza, y no solamente de dimensión».

A todo ello podemos añadir que la misma ciudad ha cambiado y está cambiando profundamente desde el siglo pasado con el desarrollo de la primera y segunda Revolución industrial que modificaron las relaciones sociales y económicas, las condiciones de vida de la población, la morfología de las ciudades, y gracias a los nuevos medios de transporte también la rígida separación entre ciudad y campo. Desde comienzos de nuestro siglo la difusión del automóvil ha potenciado y permitido la suburbanización, el nacimiento de la ciudad dispersa, la ciudad difusa, la ville eparpillée, la contraurbanización, la ciudad-región, el daily-urban system o sistema urbano de movimientos pendulares diarios en relación con un mercado de trabajo metropolitano. Hoy puede defenderse que toda Bélgica, toda Cataluña o incluso casi toda España son urbanas.

Esos cambios se han prolongado y profundizado en el último medio siglo con la amplia difusión de nuevos medios de transporte que reducen las distancias y permiten la ocupación de áreas cada vez más alejadas del centro de la ciudad. Y más recientemente con las nuevas tecnologías de telecomunicación (teléfono, televisión, fax, intemet) que difunden la interrelación a distancia. Está surgiendo una ciudad dispersa, pero con lazos y relaciones fuertes entre sus componentes a través del automóvil, el teléfeno, los transportes públicos, Internet. Una nueva forma de organización social a la que se ha llamado Telépolis. Una ciudad desterritorializada en donde se pueden establecer contactos y relaciones en partes muy diversas. Una ciudad que en una primera fase será muy injusta y segregada, ya que acentúa el uso desigual del espacio y sólo algunos se pueden mover realmente en esos diferentes espacios y por todo el mundo mientras que otros, con menores rentas, permanecen ligados al lugar de residencia.

¿Qué es hoy la ciudad a la que podamos aplicar las críticas cuyas antiguas raíces hemos visto formarse? ¿Qué se está criticando realmente cuando se critica la ciudad?

Tal vez valga la pena recordar que con la expresión «ciudad» o «urbano» estamos aludiendo a varias dimensiones diferentes.Ya los romanos distinguieron claramente —y San Isidoro de Sevilla lo recogió en sus Etimologías- entre el espacio edificado, la urbs, y los ciudadanos, la civitas. A lo que podríamos añadir todavía otro rasgo, el político y administrativo, que queda bien formulado por la expresión griega de la polis. Lo que significa simplemente que lo «urbano» es una forma de clasificación: del espacio y de la sociedad. Se clasifican espacios o grupos sociales en función de atributos, pero no hay una forma mejor o única de clasificación. Depende de los atributos que seleccionemos, lo que se hace en función de los objetivos.

Así pues, cuando se hace la crítica a la ciudad habría que saber bien de qué se está hablando. Mirando al pasado y recordando las críticas que antes recogíamos se ve bien que unas veces se refieren a la dimensión morfológica y ecológica, a las consecuencias de la concentración y densidad sobre la salud; otras a la vida social y sus consecuencias mentales; otras, finalmente, a las posibilidades del control social. En ocasiones la crítica a la ciudad sería la crítica a toda la sociedad industrial contemporánea y el anuncio del fin de la civilización. Y desde luego, en nuestros días la crítica a la ciudad debería clarificar también si se realiza a una tipología específica de la urbanización -a saber, la ciudad compacta tradicional-, a toda la acumulación de energía y despilfarro que hay tras la concentración urbana, o a los problemas sociales derivados de las relaciones sociales capitalistas o de las formas de vida industrial.

Tal vez sea útil, llegados aquí, introducir la distinción fundamental entre los problemas que afectan a toda la sociedad y que adquieren mayor relieve en las ciudades simplemente por la concentración de personas, y los problemas que son específicos de esa forma de organización del hábitat a las que se les ha denominado tradicionalmente ciudades. En ese sentido, puede ser útil distinguir, en efecto, entre los problemas en las ciudades, y los problemas de las ciudades. Es lo que haremos a continuación.

Los problemas en las ciudades

Muchos de los problemas de los que se habla en las ciudades no son específicamente urbanos, sino de la sociedad. Enumeraremos algunos que nos parecen especialmente relevantes y que pueden presentarse con gran agudeza en las ciudades pero no son exclusivos de ellas, sino más generales.

En muchas ocasiones los problemas económicos y sociales que se destacan al hablar de las ciudades derivan de características del sistema económico general. Es algo que ya fue destacado al realizar la crítica a la caracterización de la cultura urbana que realizaron los sociólogos de Chicago. Desde el siglo XIX las relaciones sociales capitalistas se extendieron en todos los países industrializados a la ciudad y al campo, y hoy con la magnificación del llamado neoliberalismo alcanzan a casi toda la Tierra. En Europa no eluden ni siquiera las áreas del rural profundo -si es que todavía queda eso en nuestro continente.

Muchos problemas sociales se han denunciado en las ciudades por el hecho de que son más concentrados y visibles, y tal vez también porque existen más observadores críticos en condiciones de revelarlos. Pero eso no significa que sean exclusivos de ellas. En ocasiones son incluso menores, en contra de lo que parecen defender los pesimistas urbanos.

La discriminación, la segregación, la intolerancia, la injusticia son problemas generales de la sociedad, rural o urbana. También lo es la soledad, a pesar de la proximidad física, ya que como es sabido ésta no es garantía de proximidad social.

Igualmente son comunes al campo y a la ciudad problemas e inquietudes más generales, como pueden ser la necesidad de respuestas sobre lo que somos, el origen y el sentido de la vida, lo que hay después de la muerte. Preguntas que todos los hombres se hacen de una u otra forma y a las que la ciencia no puede dar respuesta, por lo que son atendidas por las creencias religiosas. En este sentido, vale la pena señalar que las investigaciones hoy existentes muestran que en las regiones rurales europeas las prácticas religiosas no son hoy muy distintas a las de la ciudad y que en numerosos países los movimientos religiosos activos, las sectas, las nuevas religiones se difunden por igual en el campo y en la ciudad, sin que resulte decisivo a la hora de su difusión la residencia en uno u otro tipo de espacios, sino más bien la educación, la cultura o la pertenencia a un determinado grupo social.

Cuando se habla de que las poblaciones urbanas están alienadas, sometidas al mercado, a los medios de comunicación de masas, controladas por ellos, se olvida que en las ciudades existen mayores posibilidades de información y de elección, y de que en el campo ha sido tradicionalmente muy superior la sumisión a los poderes establecidos, al pulpito, a los viejos o a las costumbres. En cuanto a las críticas sobre los peligros o amenazas que existen en las ciudades de desorganización del orden social tradicional, es lícito preguntarse respecto a estas críticas -en el pasado y en el presente si realmente se trata de un problema, por qué, y para quién.

En las imágenes negativas que se han dado de la ciudad hemos visto repetidas las de abundancia de pobres, la ignorancia de las masas populares que invaden la ciudad, las imágenes de enfermedad y desvitalización. Desde luego, no cabe negar que en ellas se han concentrado, y algunas todavía concentran, cifras muy elevadas de pobres, de analfabetos y enfermos. Pero no son ni mucho menos específicos de ellas. Antes al contrario, puede sostenerse con facilidad que estos problemas son de mucha menor importancia en la ciudad que en el campo.

No hace falta detenerse mucho en el primer punto, la ignorancia en la ciudad, las impresionantes cifras que a veces se han podido dar de analfabetismo, de carencia de educación. Nos limitaremos a recordar que la ciudad es el lugar de la ciencia y la cultura y donde existen desde la antigüedad las cifras más elevadas de personas educadas. Tampoco vale la pena detenerse en la descalificación de las imágenes sobre enfermedad ligadas a la miseria, y de desvitalización que tantas veces se repitieron en el siglo XIX con referencia a las poblaciones urbanas. A pesar de lo que algunos todavía parecen creer al denunciar el medio malsano que es la ciudad, y de los problemas ambientales que indudablemente existen, las áreas urbanas son más saludables, como muestra la mayor esperanza de vida que en ellas se registra.

Más atención debemos dedicarle al problema de la pobreza, del que se habla hoy mucho en las ciudades. Según algunos escritos parecería que es algo creciente en las ciudades. Algunos llegan a señalar que se extiende de tal forma y las diferencias entre ricos y pobres se hacen tan grandes que puede hablarse de una «ciudad fragmentada».

No hace falta argumentar ampliamente para coincidir en que la pobreza no es algo específicamente urbano, sino siempre presente en la sociedad, tanto en el campo como en la ciudad. Más trabajo puede costar convencer de que a pesar de la presencia tan contundente en las ciudades y de las grandes cifras que pueden señalarse de pobres en ellas en realidad es mucho menor que en el campo, especialmente si nos referimos al de los países menos desarrollados, en donde la población rural es dominante. Los pobres han estado siempre en la ciudad, y a veces en gran número, pero es en ellas precisamente donde masas crecientes de población han salido y están saliendo de la pobreza.

El desempleo y la precariedad en el empleo, que tanto afectan a las ciudades son también fenómenos generales, que se producen ahora en relación con el aumento de la población mundial —nunca hubo tanta población y tanta población activa como hoy, al mismo tiempo que se ha producido un aumento de los medios técnicos disponibles y una profunda transformación del sistema productivo.

Se habla mucho hoy del trabajo informal y de la precariedad en el empleo, de las poblaciones marginales que realizan los trabajos más duros. Pero siempre existieron (antes eran los esclavos o los siervos), y aparecen tanto en las áreas rurales (jornaleros agrícolas, inmigrantes hoy en cultivos intensivos en Almería o Lérida) como en las urbanas. En cuanto a los inmigrantes, sin duda han estado siempre presentes en las ciudades, puesto que desde su mismo nacimiento éstas han crecido por inmigración: hasta el siglo XIX sólo por la inmigración, ya que la mortalidad era muy alta; y desde el siglo XIX esencialmente por la inmigración. Pero es evidente que la ciudad no debe ser descalificada por haberse convertido en el «vertedero que atrae a la peor calaña» de gentes, sino, muy al contrario, valorada por las posibilidades de progreso social y económico que los inmigrantes siempre han representado y por la diversidad y riqueza cultural que proporcionan.

Finalmente, quiero prestar atención a dos cuestiones de gran importancia en las ciudades, pero que lo son también para toda la sociedad, los problemas de la libertad y la democracia.

La ciudad ha sido tradicionalmente un espacio de la libertad, y el campo el espacio de control. Hoy es cierto que existe una situación de control creciente en la ciudad que se realiza a través de las tarjetas de crédito, sobre gastos, compras, ingresos, movilidad por el pago en las autopistas, llamadas telefónicas, libros leídos, además de los datos sanitarios personales. A ello se unen ahora incluso las cámaras de video apoyadas por una parte de la población ante el aumento que perciben de la inseguridad. El ideal del panóptico se extiende de forma acelerada y el futuro en este sentido es, sin duda, terrorífico. Pero lo es para todos, independientemente del lugar de residencia. Hemos de luchar por conseguir espacios de libertad ya que el derecho a la ciudad es también el derecho a la libertad. Pero se trata de un problema más general que afecta a toda la sociedad.

Lo mismo podemos decir de las formas de participación política en el gobierno de la ciudad, de la polis. La escasa participación es un problema en el campo y en la ciudad. Necesitamos autonomía y recursos para las ciudades y para las áreas rurales. Tal vez hemos de recuperar y reelaborar unos viejos ideales políticos de organización desde abajo, con federaciones a partir de los municipios. Puede pensarse en el mundo de las ciudades, o como a veces se pretende en nuestro ámbito más cercano, en la Europa de las ciudades. Pero quizás mejor aún en la Europa de los municipios, para que esa forma de organización no signifique ningún privilegio de las ciudades grandes sobre las pequeñas, de los ciudadanos sobre los habitantes de las áreas rurales.


Los problemas de las ciudades
Todo lo que hemos dicho sobre los problemas en las ciudades no significa que éstas no tengan también problemas específicos. Son esencialmente los que se derivan de la fuerte concentración de hombres, actividades y edificios que se dan en superficies reducidas. Podemos destacar brevemente algunos de estos problemas que me parecen especialmente importantes.

Ante todo, las ciudades implican concentraciones gigantescas de energía (energía térmica y eléctrica, agua, alimentos) con los correspondientes problemas de desechos y residuos (basuras, contaminación atmosférica, desagües). Una parte tiene que ver con el funcionamiento de la ciudad y otra con el funcionamiento de la industria y la actividad económica concentrada en la ciudad. Tenemos necesidad de evaluar el coste de todo ello, como ya se ha hecho a partir del famoso estudio de Boyden sobre la ecología de Hong Kong. Pero tal vez valga la pena recordar que una parte de esa energía consumida es necesaria y otra superflua. En las ciudades de los países desarrollados hoy la energía no se consume, se despilfarra. Lo cual no es sólo una responsabilidad del sistema, sino también nuestra. El ahorro energético es una exigencia urgente que ha de empezar por el ahorro doméstico y personal.

En segundo lugar pueden destacarse los problemas de transportes, especialmente graves porque las ciudades no están adaptadas a los automóviles. La difusión de los coches privados ha sido un medio importante de democratización y debe ser valorada positivamente. Pero la ciudad se ha ido configurando en estos últimos años de forma que el automóvil se ha hecho indispensable, llegándose en ocasiones al segundo o tercer vehículo por familia. Las consecuencias de esa expansión han sido importantes. Por un lado, la formación de extensas áreas suburbanas, la construcción de autopistas, la separación vivienda y trabajo, la creación de centros comerciales en la periferia, el surgimiento de nuevas jerarquías urbanas, autopistas y distribuidores como ejes de la organización urbana. Por otro, la transformación de la ciudad antigua. Se ha sacrificado el viario, se han construido vías de penetración rápida al centro, que generaban nuevos crecimientos del tráfico; se han atravesado espacios habitados con vías de tráfico rápido al tiempo que la ciudad perdía accesibilidad por la congestión del centro.

Hoy existen ya más de 500 millones de vehículos, y las previsiones apuntan a 1.200 millones en el 2020. Podemos preguntarnos si están nuestras ciudades en condiciones de resistir esa circulación. Y, además, si está la Tierra en condiciones de resistir la contaminación producida por ello, teniendo en cuenta que las consecuencias del automóvil sobre la degradación del medio ambiente han sido repetidamente denunciadas.

Si la ciudad nueva puede y debe diseñarse para el automóvil y en función del automóvil, en la ciudad histórica habrá que establecer limitaciones drásticas al uso del automóvil privado. Ya se han cometido suficientes barbaridades para facilitar el acceso automóvil a la ciudad: alineaciones y ampliaciones de calles, con destrucción del patrimonio, aparcamientos subterráneos, con destrucción de restos arqueológicos esenciales, aparcamientos superficiales en edificios de dudosa estética, todos los cuales contribuyen a congestionar más la ciudad, jardines, parques y paisajes urbanos modificados, autopistas que destruyen el tejido social. Los responsables son, otra vez, múltiples. Ante todo los ayuntamientos y los técnicos (especialmente ingenieros y arquitectos). Pero también los ciudadanos, cómplices, y a veces demandantes, de las operaciones de remodelación que faciliten el uso privado del automóvil. Se hace ineludible establecer serias limitaciones al uso de éste y potenciar los transportes públicos colectivos. El automóvil individual, que tiene sin duda grandes ventajas, es también socialmente injusto, porque siempre habrá muchas personas que no tendrán coche (viejos, minusválidos, pobres...) que quedarán aislados y sin derecho a la ciudad. Sólo el transporte público permite la movilidad de todos los grupos sociales y disminuye el daño ambiental.

El tercer problema urbano que quiero suscitar aquí es el de la vivienda, una de las graves carencias de las ciudades en expansión, gravemente sentido por la población, y especialmente por los jóvenes. La mala calidad y el precio elevado son rasgos que aparecen a veces en las desvalorizaciones que se hacen de las ciudades.

Pero en relación con ello conviene recordar que las ciudades han sido capaces de alojar a cifras crecientes de población en condiciones cada vez más favorables: es decir, con viviendas de dimensiones más amplias -consagradas a través del establecimiento legal de estándares- y con un confort inimaginable hace unos cuantos decenios. Lo que no significa que no sigan existiendo problemas, sobre todo, en situaciones de fuerte flujo inmigratorio, y con espectativas crecientes en cuanto a las condiciones y a la localización.

Pero además hay numerosos problemas, y alternativas, cuya clarificación es esencial para discutir el tema. Señalaré algunas que afectan al debate: ¿vivienda masiva en bloques, o unifamiliar situada en la periferia y con costes elevados de urbanización y demanda imparable de nuevas autovías para el rápido acceso al centro?; ¿viviendas en propiedad o en alquiler (por ejemplo viviendas municipales, que retoman al municipio después de 90 o 100 años)?; ¿con servicios puramente familiares o individuales o con equipamientos colectivos para varias familias?; ¿viviendas nuevas o de segunda mano y rehabilitadas?, y en relación con ello ¿podemos permitir que se construyan nuevas viviendas por la presión de empresas inmobiliarias y arquitectos, mientras se deteriora el patrimonio histórico heredado?; finalmente, ¿vivienda única o múltiple con residencias principal y secundarias de uso eventual?

Naturalmente la respuesta a estas cuestiones se ve afectada por las opciones políticas e ideológicas, y mucho me temo que en los países industrializados con altos niveles de vida, con inmensas espectativas y deseos por parte de la población, y con el triunfo de las políticas neoliberales no son las opciones más económicas y razonables las que predominen.

El tema de la vivienda nos lleva a otro que le está íntimamente relacionado, el de los agentes urbanos que construyen la ciudad de acuerdo con sus intereses y estrategias. Intereses que buscan generalmente el beneficio económico y en el caso de los arquitectos la alimentación de su ego personal.

Podemos imaginar una ciudad en que los intereses de los ciudadanos se reflejen en la misma construcción. Desde luego, con un urbanismo participativo, para lo que se pueden pensar fórmulas diversas, que habría que explorar mucho más. Pero también limitando la prepotencia y el protagonismo de los técnicos. Se ha de institucionalizar el diálogo. Se trata simplemente, según J. L. Ramírez, de que en lugar del proceso paternalista de planificación que funciona con la fórmula:

Ciencia —> retórica profesional —> «diálogo» —> decisión
se implante otra que convierta el diálogo en el eje y fundamento de todo el proceso, con una constante participación ciudadana:

Dialogo —> Saber profesional (ciencia) —> Diálogo —> Decisión —> Diálogo


Voces optimistas sobre la ciudad

Podríamos seguir enumerando otros muchos problemas de las ciudades, pero no hay tiempo de hacerlo en el marco de esta conferencia. Podemos ponernos fácilmente de acuerdo en que las ciudades y las grandes ciudades en particular, tienen grandes problemas.

Pero sorprendentemente siguen creciendo.

Sorprendentemente no sólo por los problemas citados sino también porque han existido grandes posibilidades para la descentralización y la desurbanización desde el siglo pasado. Ante todo, tras la Segunda Revolución industrial, cuando la electricidad permitió una amplia difusión de la energía en el territorio, eliminando las servidumbres que imponía la máquina de vapor, y cuando el automóvil permitió la extensa difusión de la urbanización. Y ahora con la Tercera Revolución industrial, la de las redes informáticas y telemáticas.

Es cierto que como resultado de ello ha habido cambios en la ciudad, a los que ya nos hemos referido. El automóvil, lo hemos visto, ha permitido la suburbanización, el nacimiento de la ciudad dispersa, la ciudad-región. Pero, en general, se trata en la mayor parte de los casos de una descentralización limitada hacia los espacios periurbanos.

De hecho las grandes áreas metropolitanas siguen creciendo. Y debe haber razones fundamentales para ello. Tienen ventajas iniciales y actúa en ellas un proceso acumulativo y circular que ha funcionado durante medio milenio y a veces más: basta recordar que las grandes ciudades europeas son las mismas desde hace 500 años.

No ha de extrañar por ello que junto a las valoraciones pesimistas y negativas de la ciudad, a que nos hemos referido al comienzo de esta conferencia existan al mismo tiempo muchas interpretaciones positivas acerca de ella. En éstas la ciudad aparece como lugar de progreso, de creatividad y de la innovación, de vida intelectual intensa, de la ciencia y la cultura, de la libertad, de la educación, de la mayor capacidad de interacción, de la movilidad social y posibilidades de mejorar las condiciones de vida.

En todo tiempo han sido muchos también los defensores de las ciudades, los que estiman que son los únicos lugares en los que vale la pena vivir, mientras que el campo por el contrario sería visto como el residuo de lo arcaico, de lo tradicional, del control social. Ese sentimiento ha estado muy extendido en los siglos XVIII y XIX, al mismo tiempo que se daban las otras valoraciones negativas que veíamos al principio de esta conferencia.

En la lista de los que valoran y ensalzan la ciudad y defienden su superioridad sobre el campo hay -como en el caso de las valoraciones negativas- gentes muy diversas. Por ejemplo, propagandistas al servicio de los intereses de las grandes compañías económicas o de las estructuras gubernamentales e imperiales, ese grupo que ha sido calificado como «los publicistas del orgullo metropolitano», esencialmente periodistas e intelectuales que trabajan por encargo de las instituciones y que insisten en ensalzar el papel de la metrópoli y su importancia a escala nacional e internacional, ensalzando su cosmopolitismo, cultura e irradiación. También es indudable que militarán en estas filas los que tienen intereses comerciales e industriales, y muchos de los que valoran positivamente la ciudad acostumbran a destacar el desarrollo del comercio y la industria como factores de riqueza y prosperidad. Así como igualmente encontraremos artistas y personas ligadas al mundo de la cultura, cuyo mercado y clientela son esencialmente urbanos.

Pero creo que en general esa visión optimista ha sido siempre la de gentes progresistas, liberales. Por ejemplo, en la Gran Bretaña del siglo XIX si los tories tenían visiones negativas sobre la ciudad, en general los whigs eran más optimistas, y valoraban que Inglaterra era el país más industrial y comercial de Europa y, por ello mismo, el más rico.

Por el contrario, muchas veces los que claman contra la ciudad son conservadores, añorantes del viejo orden, personas que se sienten amenazadas, o simplemente gentes resentidas que han perdido su influencia y relevancia por cambios de fortuna que les han afectado individualmente, o por cambios sociales más generales que han conducido a la sustitución de su grupo social como grupo dirigente. No se han dejado de hacer interpretaciones de ese tipo al analizar algunas obras significativas del «menosprecio de corte y alabanza de aldea».

En todo caso, todo ello no dejan de ser debates intelectuales, que afectan a una minoría, aunque se trate de una minoría muy influyente en la creación de una opinión. En cuanto a los grupos populares, han tenido siempre muy claro dónde podían vivir mejor: sin duda la ciudad les ha ofrecido en todo tiempo mejores oportunidades que el campo.

En realidad los que valoran el campo y los que vuelven al campo son esencialmente los ciudadanos. Y vuelven generalmente a un medio ya urbanizado, tanto cuando van a establecer su residencia principal en un pueblo cercano de ambiente rural como cuando sitúan en ellos, o en áreas próximas, sus residencias secundarias. En cuanto a los movimientos de neorurales de los años 1970, es bien sabido que acabaron muy pronto; en el mismo momento en que los ciudadanos atraídos por el mito del campo y la ruralidad se dieron cuenta de lo duro que es el trabajo campesino.

Los pobres saben muy bien que es sólo en la ciudad donde existe movilidad, ascenso social, esperanzas para ellos. Así ha sido en todo tiempo, y de ello tenemos muchos testimonios. Por ejemplo, en los debates económicos y sociales que se realizaron durante la década de 1880 (debates como los que se referían a la contraposición entre proteccionismo y librecambismo), los obreros reconocían la industrialización como condición imprescindible para el desarrollo del campo, el cual era percibido ya en posición de clara subordinación respecto a la ciudad. Los obreros se dan cuenta de que si no se desarrolla la industria quedarían «subyugados al terruño, sin poder aspirar a mejorar de condición según sus actitudes», según explicaba un obrero catalán de la industria textil en un mitin que organizó en Madrid el grupo proteccionista catalán Instituto de Fomento del Trabajo Nacional. Por eso los campesinos se trasladan a las ciudades, y por eso las ciudades siguen creciendo.

Un hecho irónico y curioso, que ya ha sido destacado, es que los mismos que en los años 60 se quejaban del crecimiento desmesurado de las metrópolis, cuando llegó la crisis de 1973 y las ciudades dejaron de crecer, empezaron a buscar soluciones para volver a estimular ese crecimiento. En la década de 1970 numerosos autores describieron fenómenos de despoblación de las ciudades centrales metropolitanas, a la vez que un incremento poblacional en los espacios no metropolitanos de la periferia, lo que algunos geógrafos designaron como la «contraurbanización». Pero ese proceso parece haber sido momentáneo, porque una década más tarde, en los 80, las tendencias demográficas muestran de nuevo en los países más desarrollados una vuelta hacia la intensa urbanización. Tal vez valga la pena recordar el fracaso de los intentos para detener el crecimiento desmesurado de algunas grandes metrópolis; sirva como ejemplo el caso de la ciudad de México, en donde la política gubernamental emprendida por el gobierno tras el terremoto de 1989 no ha tenido el menor resultado: ni los habitantes del distrito federal emigran a otras áreas ni los campesinos dejan de acudir a él.

Sin duda eso ocurre porque el medio urbano es un factor esencial de desarrollo económico, como muestran las fuertes correlaciones estadísticas entre uno y otro. La ciudad, y sobre todo la gran ciudad, es el medio privilegiado de la ciencia, de la cultura, de la creatividad, de la innovación. Ofrece condiciones locales especialmente favorables al crecimiento económico. Por eso hoy cuando se reconocen las estrechas relaciones entre el medio local y crecimiento endógeno se mira necesariamente a la ciudad como un medio local especialmente ventajoso.

Por tanto, podemos prever que los pobres seguirán acudiendo a las ciudades, y que éstas, independientemente de lo que piensen los intelectuales sobre ellas, seguirán creciendo. Y habrá que preparar la construcción masiva de viviendas, la creación de equipamientos y la organización justa de la ciudad.

En la contraposición entre valoraciones pesimistas y optimistas de la ciudad la elección es clara. Hemos de ser optimistas —en esto como en tantas otras cosas. Y ello a pesar de las continuas andanadas que se hacen contra dicha actitud, de lo que pueden ser muestras la lapidaria sentencia de Flaubert «optimista igual a imbécil»; o la opinión recientemente expresada por Ettore Scola que no sólo ha afirmado que «el optimismo es cosa de beatos», sino que además lo considera como «siempre peligroso». Pero hemos de serlo porque los datos que existen muestran que el balance es positivo para la ciudad. Y además, necesitamos serlo, porque solo así tendremos fuerza para acometer las amplias reformas que se necesitan.

Hoy las ciudades tienen grandes problemas y desafíos. Pero siguen siendo un factor esencial de desarrollo económico. Lo que significa que frente a las ideas muchas veces difundidas habrá que facilitar la urbanización. Lo que en los países menos desarrollados implica también favorecer el desarrollo urbano, en lugar de paralizarlo.

Defendamos la ciudad, ese producto excelso de la cultura que ha cumplido durante milenios las funciones esenciales en el proceso de civilización y en el desarrollo de la humanidad. Debemos tomar conciencia de esa extraordinaria herencia, valorarla, respetarla y salvarla. Hemos de ser extraordinariamente cuidadosos con las intervenciones en la ciudad existente, especialmente en los centros históricos. Debemos someter a los arquitectos y políticos a un férreo control para evitar que la sigan destruyendo, que construyan edificios que no respetan el ambiente heredado, que sigan empeñados en dejar la huella de su obra personal, en lugar de adaptarse al ambiente construido y respetarlo. Y hemos de pensar imaginativamente en las nuevas áreas urbanas que se edifiquen en el futuro.

Tal vez deberíamos atrevernos también a pasar desde la simple crítica a exponer nuestros deseos sobre cómo debería ser esa ciudad. Debemos reivindicar la utopía, la imaginación de futuros alternativos, y atrevernos a expresar públicamente nuestros deseos. Tal vez si lo hacemos nos daremos cuenta de que somos muchos los que estamos por el cambio, incluso por el cambio en profundidad, porque estamos descontentos de esta sociedad, aun valorando de forma optimista la ciudad y reconociendo, como yo he hecho en esta conferencia, que es el el mejor lugar posible para vivir.


(*) Horacio Capel, Catedrático de Geografía Humana, Universidad de Barcelona

(**) En Capel, Horacio. Dibujar el mundo. Ediciones del Serbal, Barcelona, 2001. p.115-147